lunes, 31 de octubre de 2011

Scene 20: 14. Cacahuetes

Porque Theo siempre hubiera querido que en su salón hubiera un bol con cacahuetes, o con pipas, o al menos con algo dulce. Incluso los orejones secos que exhibía el frutero de su abuela le hubieran parecido bien. Pero no, en aquella casa era impensable que entrase algo tan vulgar, tan sencillo como los cacahuetes. Sus amigos, los pocos que lo visitaban, encontraban algunos caramelos sin azúcar, sin colorantes, conservantes o aditivos, hechos con zumo natural y cuyas envueltas eran biodegradables , sus ingredientes orgánicos, y su sabor... nulo. Incluso el chocolate que consumían en casa ("un pellizco, cariño, recuerda que tiene teobromina y te pondrá nervioso, amén de los flavonoles, que pueden hacer que te marees") llevaba sal en vez de azúcar, 'para potenciar el verdadero sabor del cacao', aseveraba su padre, con un dedo en sus enciclopedias. Sal, por todos los dioses.

Así que a veces, después de disfrutar de un mordisquito de chocolatina a medias, en un rincón del colegio, se sentaba por la tarde frente a aquella horrible bombonera de Bohemia llena de supuestas golosinas, a imaginar cómo podría destruirla sin que nadie lo supiera. Aun así, pensaba apesadumbrado, seguramente eso no haría aparecer golosinas de verdad en su lugar, sino reproches y castigos, una bombonera aún más cara (y, por ende, más horrorosa) y otro puñado de caramelos detestables.

Cascar un cacahuete con los dedos fue la experiencia más placentera que jamás había experimentado cuando, aquella tarde, la madre de Ofelia los llevó al cine. Debía tener unos seis años, y era la primera vez que sus padres lo dejaban a cargo de otro adulto.
Abrumado por los miles de colores de la tienda de chuches, no había sabido decidirse por ninguno, así que se llevó dejar por el instinto. Y descubrió aquellos extraños frutos, que le recordaban al arrugado rostro del busto de Tiresias que su padre tenía en el despacho. Pensando que alcanzaría un poco más de sabiduría abriéndole el cráneo al viejo adivino, pidió una bolsa pequeña de cacahuetes.
Ah, al crepitar de aquella cáscara las manos le temblaron como a un anciano. Recubiertos en bronce, prometían al desvelarlos un sabor arcaico. No se llenó la boca con ellos, sino que los saboreó lentamente, deleitándose en los crujidos, la suavidad y el tueste de aquellos mantecosos bocados.

Nunca confesó a sus padres ese placer secreto pero, aun hoy, algunas veces se compra un puñadito, apenas media docena de cacahuetes, y huye con ellos a los momentos infantiles en que se sentía un héroe antiguo, trayendo el conocimiento a las almas en penumbra. Y eso también le provoca carcajadas, secretas y amargas, recordando el busto de Tiresias y su hieratismo, las manos también arrugadas de su padre, y el rictus amargo y severo de los labios maternos cuando le negaban el azúcar, los colores, los aditivos, los flavolones y la teobromina.


uno

2 comentarios:

Edeiel dijo...

Ahora quiero más (todavía) a Theo, y quiero más DE Theo, quiero saber más, quiero que sigas escribiendo así y que sigas dándonos más historias dulces y amargas al mismo tiempo.

Le debo una bolsita de cacahuetes a Theo.

Silmaril dijo...

¡Le voy a comprar cacahuetes y chocolate de verdad y montones de caramelos al chicote! ¡Y me lo voy a llevar al cine! Hombre, ¡faltaría más!