domingo, 25 de diciembre de 2011

Scene 20 - 7. Foto

“La historia del pensamiento humano es similar a las oscilaciones del péndulo. Luego de un largo periodo de sueño ocurre un despertar y entonces se libera de las cadenas con las que los gobernantes, magistrados y clérigos la habían atado. Critica severamente lo que se le enseñara y desnuda la vanidad de los prejuicios religiosos, políticos legales y sociales. Investiga, va por caminos desconocidos, hace ricos descubrimientos imprevistos y crea nuevas ciencias”

Otra vez, Gatesy se interpuso entre la luz y su lectura, pasando a toda prisa por encima de la alfombra. Pizca suspiró sonoramente, sin despegar los ojos del libro, mientras la vocecilla crítica de su mente le reñía por no tratar de averiguar el despropósito que ese piojo sonriente estaba llevando a cabo en esa ocasión. Quizá vuelos de aviones de papel, juegos de magia, experimentos aleatorios y siempre fallidos, canciones infantiles...

“Cuando el ser humano examina la religión desde un punto de vista crítico y en lugar de obediencia y temor ciego busca convicciones basadas en la razón, esa condición no puede mantenerse mucho tiempo. La contradicción interna es una sentencia de muerte para toda ética, un gusano que roe la energía del hombre”

Gatesy volvió a eclipsar la luz, esta vez durante más tiempo. Fastidiada, Pizca cerró el libro con un sonoro estruendo, y alcanzó el siguiente del montón que tenía a su derecha. En el intervalo, pudo ver el extremo de una guirnalda de espumillón arrastrando tras los pies descalzos del pequeño.

Fantástico, así que era eso. Ya había llegado la maldita Navidad.

"La lucha contra la religión es la lucha contra aquel mundo cuyo aroma espiritual es la religión. La miseria religiosa, es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra ella. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo."

Gatesy estaba de pie junto a ella, con esos grandes ojos pardoverduzcos y su perenne sonrisa. Inquirió sobre su calcetín para Papá Noel, su zapato para los Reyes, sus adornos para el árbol, su polvorón favorito, para incluirlos en el rincón de la Navidad. Pizca se pasó la mano por la frente...

- Los unicornios rosas invisibles son seres de gran energía espiritual. Lo sabemos porque son capaces de ser a la vez rosas e invisibles. Como todas las religiones, la religión de la Unicornio Rosa Invisible se basa en la lógica tanto como en la fe. Tenemos fe en que los unicornios son rosas; y por la lógica sabemos que son invisibles, ya que no podemos verlos.

Gatesy se quedó quieto un momento, cavilando. Pizca tenía esperanza en que algo de aquella idea sobre la Unicornio Rosa Invisible hubiera permeado en su mente simple y hueca, pero Gatesy volvió a sonreír y salió corriendo. Madre del amor hermoso, qué paciencia hay que tener con él...

"La religión no es más que un reflejo fantástico, en las cabezas de los hombres, de los poderes externos que dominan su existencia cotidiana. Un reflejo en el cual las fuerzas terrenas cobran forma de supraterrenas"

De nuevo estaba allí, con las manos en la espalda. Señaló con un ademán de la cabeza el árbol, ya repleto de bolas, espumillones, cabellos plateados y tarjetas cual señorita colonial a punto de desmoronarse, y después le mostró lo que traía en las manos.
Era un poni de juguete, seguramente sacado del cajón de trastos de Noviembre. Propuso ponerlo en una de las ramas, y se disculpó porque no fuese un unicornio aunque, susurró, podía hacerle un apaño con plastilina y algo de purpurina.

Pizca no supo si creérselo, si levantarse iracunda a ofrecerle una lluvia de capones o si arrancarse los cabellos cual demente. Quizá no me ha entendido, se dijo, las mentes que no han despertado no pueden contemplar el sol sin deslumbrarse.

- La teoría del diseño inteligente es tan amplia que podemos con ella rallar todo tipo de absurdos, equiparables a las teorías de las religiones establecidas. ¿Qué pasaría si postulamos, por ejemplo, que el universo fue creado por un monstruo gigante y volador formado por una red de spaghettis cocidos?

Gatesy, en este caso, se marchó más lentamente, meditando con un índice entre los labios. Pizca observó su estantería, y la fotografía de Marx que la observaba, pacientemente, desde el segundo estante. Lo que hay que aguantar... Estaba por ver si el Flying Spaghetti Monster lo sacaba de su nube de supersticiones.

«La teología nunca ha sido de gran ayuda. Es como buscar —a medianoche y en un sótano oscuro— a un gato negro que no está ahí».

Esta vez, Gatesy pasó corriendo ante ella. Pizca intentó ignorarlo, concentrándose en la lectura con todas sus fuerzas. Le traicionó una o dos veces su voluntad, y lo vio de rodillas en el suelo, jugando con algo diminuto sobre las baldosas. El poni estaba colocado a media altura, sujeto con una horrible guirnalda color dorado oscuro, y junto a un querubín y unas campanas desconchadas. Miranda no era creyente, pero a Gatesy le hacia tanta ilusión decorar la casa por Navidad que siempre que hallaba algo susceptible de colgarse del árbol se lo entregaba. Así nos va, rezongó para sus adentros Pizca, ayudando a que este moco siga con sus cuentos de hadas y pulgarcitos, sus navidades y sus deseos cada vez que estrena ropa o encuentra una pestaña en nuestras caras.
Aquello que había fabricado en el suelo, con cuerdecitas diminutas y mucha paciencia, era una estrella. Una estrella hecha con...
... no...
Gatesy se encaramó a la escalerilla junto al árbol artificial, y ató con habilidad la estrella a lo más alto. Se volvió, con el rostro resplandeciente, hacia Pizca.
Una estrella de espaguetis.

- ¡Si yo sugiriera que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que me cuidara de añadir que la tetera es demasiado pequeña como para ser vista aun por los telescopios más potentes. Pero si yo dijera que, puesto que mi aseveración no puede ser refutada, dudar de ella es de una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría con toda razón que estoy diciendo tonterías. Sin embargo, si la existencia de tal tetera se afirmara en libros antiguos, si se enseñara cada domingo como verdad sagrada, si se instalara en la mente de los niños en la escuela, la vacilación para creer en su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo iluminado, o la del inquisidor en tiempos anteriores!

Pizca tomó aire, mientras Gatesy descendía lentamente de la escalerilla y se quedaba mirando el árbol. Ya no sonreía.
Se sentó con lentitud entre sus libros de nuevo. No se había dado cuenta que, iracunda y harta, se había puesto de pie de un salto mientras le gritaba al pequeñajo la analogía de la Tetera de Russell. Cruzó los brazos, enfadadísima. No sabía si con Gatesy por ser incapaz de comprenderla, o si consigo misma por no ser capaz de hacerlo comprender. Observó con el ceño fruncido cómo Gatesy, con pasos pequeños y silenciosos, abandonaba el salón. Miró sus pies, sus manos y su espalda cuando cerró la puerta. Demasiado iracunda para hacer otra cosa, volvió a sus libros.

"En lógica, un argumento ad ignorantiam, o argumentum ad ignorantiam, es una falacia que se comete al inferir la verdad de una proposición a partir de que no se haya podido probar su falsedad; o bien inferir la falsedad de una proposición a partir de que no se haya podido probar su verdad. Es decir, se comete cuando se infiere la verdad o falsedad de una proposición basándose en la ignorancia existente sobre ella."

Se detuvo en la lectura, escuchando por si a ese enano se le estaba ocurriendo alguna barrabasada más. Y un poco aturdida por lo que acababa de leer, no podía negarlo. El árbol de navidad se alzaba, ominoso y grotesco, en la esquina del salón. Sus luces estaban apagadas, y sus adornos, ajados. Aún había dos bolas, plateadas, en la caja de adornos donde podía leerse, torpemente escrita, la palabra 'NABIDAD'

"¿La cuestión de la fe? Me la planteo todos los días, sin cesar. He dicho no. He dicho no a Dios, si se me permite expresarme de esta manera brutal; pero la cuestión se replantea a cada instante. Estoy obsesionado, digámoslo claramente, obsesionado, si no por Dios, por el no-Dios."

Se puso en pie y se acercó al árbol. Una de las ramas no estaba bien encajada, y amenazaba con caerse.

Metiendo la mano entre las otras ramas, dio la vuelta al pivote, y consiguió encajarla no sin dificultad. El poni de juguete le sonrió desde el plástico, con su lomo rosa surcado de letras negras que, a su vez, formaban una palabra: 'imvisible'

"Fe es la virtud que nos hace sentir el calor del hogar mientras cortamos la leña."

Acarició el poni con las dos manos, sintiendo de repente una oleada de cariño por aquel engendrito.

"Creer significa ser capaz de soportar la duda."

Gatesy estaba sentado en su cama, con las piernas cruzadas y mirando por la ventana. Fuera estaba helando, y la escarcha formaba patrones de una belleza casi imposible en los bordes del cristal. Pizca trepó a la cama muy seria y, por primera vez en mucho tiempo, sin saber qué decir.

"Siempre es más valioso tener el respeto que la admiración de las personas."

Y Gatesy sonreía. Como hacía siempre. Pizca lo tomó de las manos y trató de hablar, de elaborar una respuesta lo suficientemente razonada y clara para sus cortantes palabras de antes. De contarle por qué aquellas conclusiones le parecían más validas y verdaderas que la fe.
Lo que no sabía cómo explicarle era cómo aquello se había convertido en una falta de respeto en sus labios.

Pero no hizo falta. Con Gatesy nunca hacía falta. Antes de que cualquier sonido saliese de la garganta de Pizca, se deslizó hasta el borde de la cama y corrió con entusiasmo fuera de la habitación. Pizca se quedó quieta, sorprendida, y resolvió sentarse en el borde del colchón a esperarlo.

"El hombre religioso y el ateo hablan continuamente de religión; el uno habla de lo que ama, y el otro de lo que teme"

Pizca reía, tumbada en el colchón, agarrándose el estómago. Gatesy sonreía en silencio, de rodillas sobre la almohada, satisfecho con el efecto. Ella rodó con tal pasión que se cayó de la cama, pero esto sólo hizo que se riera con más violencia. Entre lágrimas se puso de pie, tomó a Gatesy de una mano y juntos corretearon hasta el pie del árbol.
En el soporte brillaban unos cuantos regalos falsos, envueltos con papel de colores reutilizado de regalos de cumpleaños y similares.

Hicieron sitio juntos para la tetera.


"El comportamiento ético de un hombre debería basarse suficientemente en la simpatía, educación y los lazos y necesidades sociales; no es necesaria ninguna base religiosa. El hombre verdaderamente estaría en un pobre camino si tuviera que ser reprimido por miedo al castigo y por la esperanza de una recompensa después de la muerte.
No soy ateo, y no creo que pueda llamarme panteísta. Estamos en la posición de un niño que entra en una biblioteca llena con libros en muchos lenguajes diferentes. El niño sabe que en esos libros debe haber algo escrito, pero no sabe qué. Sospecha levemente que hay un orden misterioso en el ordenamiento de esos libros, pero no sabe cuál es. Me parece que esa debería ser la actitud de incluso los seres humanos más inteligentes hacia Dios. Vemos el universo maravillosamente ordenado y obedecemos ciertas leyes, pero sólo entendemos levemente estas leyes. Nuestras mentes limitadas captan la misteriosa fuerza que mueve las constelaciones. Estoy fascinado por el panteísmo de Spinoza, pero admiro más la contribución de él al pensamiento moderno, porque fue el primer filósofo que pensó en el alma y el cuerpo como una sola cosa y no como dos cosas separadas. "

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Las citas de esta entrada son de personalidades tales como Kropotkin, Marx, Steve Eley, Engels, Heinlein, Russell, Rostand, Ralph Waldo Emerson, Cervantes, Newman, Rousseau, Montesquieu o Einstein.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Scene 20 - 11. Hospital

Al mudarse, con las tres cosas que acarreó de casa de sus padres, no le fue difícil hacer el símil. Aquellos pasillos blancos e inmaculadamente limpios le recordaron a un hospital. Largos, rectos, con las paredes extrañamente rugosas y las ventanas de sótano, aun viviendo en un tercer piso. La luz fluorescente, el olor a limpiador de 'promesa de frescor' convirtiéndose en 'azul y blanco en la nariz'... Maldita sinestesia.
Sus tres cosas cupieron perfectamente en el diminuto estudio. La primera, su portátil, que se arrellanó en una mesita minúscula, que lo obligaba a sentarse encogido como una gárgola si quería meter las rodillas bajo la máquina. La segunda, una absurda y enorme pieza de cerámica sin cocer que le regaló su madre cuando cumplió los seis años. Era inútil y fea, pero le recordaba lo frágil que puede resultar el tiempo, con lo que siempre la cuidaba y decidió acarrearla consigo. La tercera, un paquete de libros. Seis. El resto se habían quedado durmiendo en las pantagruélicas estanterías de su hogar natal.

Pero aquel pequeño estudio, aunque suficiente para vivir (si no eras demasiado quisquilloso a la hora de golpearte con las piezas de mobiliario al girarte, abrir una puerta, caminar o dormir) no le inspiraba para leer. Y Theo necesitaba leer como quien necesita respirar. Theo necesitaba regenerarse, oxigenarse, latir, pulsar, beber, danzar, gritar, engullir literatura. Era como un parásito, siempre hambriento. Cuando llegaba de trabajar, con las botas llenas de dios sabe qué (unos días hierba, otros días barro, u oliendo a pescado, a gasolina... a lo que terciara el trabajo que tuviera en aquel momento), necesitaba leerse en los libros. Así que tan pronto como se cambiaba la piel de persona a Theo, buscaba una linterna y salía al pasillo del portal para leer.

No soportaba verse leyendo. Era un acto reflejo, derivado de crecer con la imagen de sus padres siempre con la nariz en las páginas. En el estudio lo hallaban los reflejos de las ventanas, la imagen en el espejo, su silueta en la tetera metálica, incluso el brillo del suelo... las baldosas del portal, mate y esperanzadoras, no lo delataban ante sí mismo. Por eso le gustaba leer allí, aséptico y sin reflejos. Como, de todos modos, sólo había dos vecinos por planta y la suya era la última, no solía ver a nadie. Era su pequeño reino, su cáscara de huevo rugosa y blanca.

Bueno, el suyo y el de la niña extraña. Se sentaba, descalza, en la otra esquina del rellano. A veces traía consigo bolsas de recortes de colores, cajas con piedrecitas, botones en tarros... y los volcaba en su rincón, fascinada, aunque fuesen siempre los mismos. Se pasaba esas tardes ordenándolos meticulosamente y en silencio. Primero, por tamaños. Luego, por colores. Después por el número de agujeros, las aristas de su forma, el dibujo de su superficie... Theo la observaba por el rabillo del ojo, aquella renacuaja le provocaba gran curiosidad.
Y a veces era un poco travieso con la niña. Sin que ella se diera cuenta, y aprovechando algún momento en el que ella estuviera distraída, añadía algún elemento nuevo a la colección. Un recorte, una piedrecita, un botón, un tesoro. Cuando la niña se topaba con el elemento nuevo, solía acuclillarse sobre él y quedarse muy quieta, contemplándolo, durante un buen rato.

Algunas veces lo añadía a su lista interminable de colocaciones, destrucciones, clasificaciones y archivos. Pero otras no, y cuando la voz de dentro llamaba a la niña a cenar, dejaba tras de sí, cual cenicienta, un pequeño rastro en la esquina. Entonces Theo lo recogía, y sentía tal pena por el objeto despreciado, que también se encontró elaborando su montoncito de tesoros. Dentro de la vasija sin cocer, esperaba dormida la maravilla.