viernes, 2 de diciembre de 2011

Scene 20 - 11. Hospital

Al mudarse, con las tres cosas que acarreó de casa de sus padres, no le fue difícil hacer el símil. Aquellos pasillos blancos e inmaculadamente limpios le recordaron a un hospital. Largos, rectos, con las paredes extrañamente rugosas y las ventanas de sótano, aun viviendo en un tercer piso. La luz fluorescente, el olor a limpiador de 'promesa de frescor' convirtiéndose en 'azul y blanco en la nariz'... Maldita sinestesia.
Sus tres cosas cupieron perfectamente en el diminuto estudio. La primera, su portátil, que se arrellanó en una mesita minúscula, que lo obligaba a sentarse encogido como una gárgola si quería meter las rodillas bajo la máquina. La segunda, una absurda y enorme pieza de cerámica sin cocer que le regaló su madre cuando cumplió los seis años. Era inútil y fea, pero le recordaba lo frágil que puede resultar el tiempo, con lo que siempre la cuidaba y decidió acarrearla consigo. La tercera, un paquete de libros. Seis. El resto se habían quedado durmiendo en las pantagruélicas estanterías de su hogar natal.

Pero aquel pequeño estudio, aunque suficiente para vivir (si no eras demasiado quisquilloso a la hora de golpearte con las piezas de mobiliario al girarte, abrir una puerta, caminar o dormir) no le inspiraba para leer. Y Theo necesitaba leer como quien necesita respirar. Theo necesitaba regenerarse, oxigenarse, latir, pulsar, beber, danzar, gritar, engullir literatura. Era como un parásito, siempre hambriento. Cuando llegaba de trabajar, con las botas llenas de dios sabe qué (unos días hierba, otros días barro, u oliendo a pescado, a gasolina... a lo que terciara el trabajo que tuviera en aquel momento), necesitaba leerse en los libros. Así que tan pronto como se cambiaba la piel de persona a Theo, buscaba una linterna y salía al pasillo del portal para leer.

No soportaba verse leyendo. Era un acto reflejo, derivado de crecer con la imagen de sus padres siempre con la nariz en las páginas. En el estudio lo hallaban los reflejos de las ventanas, la imagen en el espejo, su silueta en la tetera metálica, incluso el brillo del suelo... las baldosas del portal, mate y esperanzadoras, no lo delataban ante sí mismo. Por eso le gustaba leer allí, aséptico y sin reflejos. Como, de todos modos, sólo había dos vecinos por planta y la suya era la última, no solía ver a nadie. Era su pequeño reino, su cáscara de huevo rugosa y blanca.

Bueno, el suyo y el de la niña extraña. Se sentaba, descalza, en la otra esquina del rellano. A veces traía consigo bolsas de recortes de colores, cajas con piedrecitas, botones en tarros... y los volcaba en su rincón, fascinada, aunque fuesen siempre los mismos. Se pasaba esas tardes ordenándolos meticulosamente y en silencio. Primero, por tamaños. Luego, por colores. Después por el número de agujeros, las aristas de su forma, el dibujo de su superficie... Theo la observaba por el rabillo del ojo, aquella renacuaja le provocaba gran curiosidad.
Y a veces era un poco travieso con la niña. Sin que ella se diera cuenta, y aprovechando algún momento en el que ella estuviera distraída, añadía algún elemento nuevo a la colección. Un recorte, una piedrecita, un botón, un tesoro. Cuando la niña se topaba con el elemento nuevo, solía acuclillarse sobre él y quedarse muy quieta, contemplándolo, durante un buen rato.

Algunas veces lo añadía a su lista interminable de colocaciones, destrucciones, clasificaciones y archivos. Pero otras no, y cuando la voz de dentro llamaba a la niña a cenar, dejaba tras de sí, cual cenicienta, un pequeño rastro en la esquina. Entonces Theo lo recogía, y sentía tal pena por el objeto despreciado, que también se encontró elaborando su montoncito de tesoros. Dentro de la vasija sin cocer, esperaba dormida la maravilla.


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